Los
hombres, sin excepción, negros y blancos, felices y tristes, inteligentes y
necios, somos así: enarbolamos banderas que otros odian, adoramos dioses que
ofenden a nuestros vecinos, nos rodeamos de leyes que insultan a quienes nos
rodean. (p.13)
La
vida privada de los objetos es así, terrible para los mortales. Nosotros
cambiamos; ellos permanecen. (p.18)
Algunas
cosas son imposibles de conseguir en el mundo de la literatura careciendo de
vanidad y de arrojo: el camino está lleno de cadáveres de almas bellas con las
maletas repletas de manuscritos truncados. (p.22)
Nunca
he comprendido a quienes afirman que la infancia es el paraíso del hombre. Mi
infancia fue triste. (p.31)
La
verdadera maldición de la vida no es el trabajo, ni el sinsentido de la
existencia, ni siquiera el dolor o la enfermedad: la verdadera maldición de la
vida es el tedio. Sólo quien vence al tedio ha vivido, sólo quien es capaz de
hacer algo distinto a matar el tiempo
merece decir “he vivido”. Únicamente en los libros, bien como lector, bien como
escritor, bien como corrector, he logrado vencer esa sensación de hastío
infinito ante los sucesos de la vida. (ps.31-32)
Pervertir
la realidad a través del lenguaje, lograr que el lenguaje diga lo que la
realidad niega, es una de las mayores conquistas del poder. La política se
convierte, así, en el arte de disfrazar la mentira. (p.52)
Una
y otra vez somos burlados, despojados de nuestro honor, compelidos a comulgar
esa hostia llena de náusea que ellos llaman democracia,
justicia o libertad. (p.54)
Para
mí el paraíso incluye una biblioteca sin cercas de espino ni cepos visibles, ni
vientre de ballena donde algún azar bondadoso me ha arrojado para la eternidad.
Todo es polvo, deseo y silencio, y una luz cruda, cenital, que conduce por
largas escaleras de caracol hasta el Walhalla de los ilustrados. Y el olor…
Porque el olor del libro es la quintaesencia de todos los olores, la geografía
del héroe, el trópico de la quietud y los bosques nemorosos. Todo libro es
pasaje. Cuando abro un volumen y aspiro sus páginas, ya no estoy allí. (p.68)
Se
puede vivir sin leer, es cierto; pero también se puede vivir sin amar: el
argumento hace aguas como una balsa capitaneada por ratas. Sólo quien ha estado
enamorado sabe lo que el amor regala y quita; sólo quien ha leído sabe si la
vida merece la pena de ser vivida sin la conciencia de aquellos hombres y
mujeres que nos han escrito mil veces antes de que naciéramos. (p.69)
Nuestra
vida, toda ella, desde que amanece hasta la hora del lobo, es una gran mentira,
una sombra, un intenso simulacro. Fedor Dostoievski lo sabía. Albert Camus lo
sabía. John Maxwell Coetzee, que ha escrito sobre el origen de Los demonios una estupenda novela, El maestro de Petersburgo, lo sabe también.
Para habitar esa mentira, para reconciliarnos con esa sombra y ese intenso
simulacro, para conciliar todo lo que
sabemos con todo lo que podemos saber,
es para lo que existen cosas como la literatura. (p.113)
Somos
poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas, y apenas basta un azar, un pequeño
viento, un incidente a medianoche, para que el hilo se rompa, caiga al vacío,
se vuelva invisible. Por eso tenemos que amarnos desesperadamente, como si cada
día que pasamos juntos pudiera ser el último. Salvo el amor, cualquier negocio
de este mundo puede ser aplazado para mañana. (p.132)
Nada
nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor
que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. (p.133)
